El 25 de febrero dancé taichi en Alpedrete, me dejé llevar por un alma quizá ancestral
que me habitó en aquel momento y me guió en los pasos que mi cuerpo no conocía.
Mi gran amigo JM me condujo después al inicio de un gran viaje espiritual que duró seis
horas. Caminé sin un plano pero sí con un objetivo, terminé perdiendo el objetivo y dejando que el plano
se redibujara solo, ajeno a senderos y caminos. Mis pies me enfrentaron a una lengua de nieve de 2 kilómetros
envuelta en la soledad y el silencio absolutos. El sol se ponía, mis piernas se hundían enteras en la nieve.
No tuve miedo, tuve certeza, tuve cansancio pero tuve seguridad.
Y llegué, llegué a la Bola del Mundo. Arriba el viento helador (...y más cosas) me arrancaron lágrimas.
Me deslicé cuesta abajo por la rampa que, meses después, visitaría plagada de ciclistas profesionales y no. Al llegar
al punto donde debía comenzar el final del viaje, sólo pude hacer autoestop para volver a casa.
La chica que me recogió también había hecho aquel día un viaje espiritual, bien distinto pero sobre la misma montaña.
Nos dimos los teléfonos pero no hemos vuelto a cruzarnos... ¿o quizá sí?
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